«No quiero vivir más”, les dijo Valentina, de 17 años, a sus padres, Mónica y Esteban. Fue una noche de sábado de abril, cuando volvían en auto a su casa de San Isidro por la Panamericana. Su mamá reconstruye los minutos siguientes a ese momento como una pesadilla que duele demasiado recordar: el forcejeo para que la adolescente no se hiciera daño y la llamada a la psiquiatra que la atendía desde hacía un tiempo. “Vayan ya a una guardia, está en riesgo”, indicó la profesional. Sabían que su hija estaba atravesando un momento delicado, pero nunca se imaginaron que todo podía irse de las manos. “Algo se nos escapó y eso nos quita el sueño. Jamás pensás que tu hija puede querer morirse”, expresa Mónica. Valentina siempre fue responsable, buena alumna en un colegio muy exigente, deportista (con varias medallas) y sociable. La primera alarma había sonado en octubre del año pasado, cuando empezó a desarrollar un trastorno severo de la alimentación, que para enero le había arrebatado 15 kilos, junto a una depresión que avanzaba a paso firme. “Nada me indicaba todo lo que vino después”, asegura su mamá. Estuvo un mes internada y ya regresó a su casa, pero con cuidados extremos. “Está costando muchísimo. No puede estar sola ni en el baño”, explica Mónica. Y agrega: “A la noche, cuando con Esteban nos acostamos, nos preguntamos: ‘¿Cómo nos pasó esto? ¿Cómo estando tan presentes ocultó ese sufrimiento?’”. Lejos de ser un caso aislado, la historia de Valentina tiene puntos en común con el sufrimiento psíquico que padecen miles de chicas y chicos. Psiquiatras y psicólogos infantiles y juveniles no dudan al calificar este fenómeno global como una “crisis de salud mental adolescente”. En la Argentina, las consultas por intentos de suicidio, ideas de muerte, autolesiones, cuadros de depresión y trastornos de la conducta alimentaria, entre otros, se duplicaron, e incluso crecieron el triple en algunos casos, siempre dentro de este grupo. En chicas y chicos como Valentina, varias de estas problemáticas se encadenaron.
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Si bien nuestro país no cuenta con estadísticas sistematizadas sobre el incremento de los padecimientos psíquicos en adolescentes (como sí ocurre en otros, como Estados Unidos o España), los datos recopilados por LA NACION entre algunos de los principales hospitales públicos y centros privados muestran que no solo creció la demanda para atender adolescentes en los servicios de salud mental, sino que los casos que llegan son “mucho más graves”. Además, bajó la edad de consulta: mientras que antes recibían casi exclusivamente a chicos de más de 13 años (que siguen siendo la mayoría), hoy ven también a chicos de 12 años y menos. Durante varias semanas, un equipo de LA NACION conversó con padres, madres, chicas y chicos que atravesaron problemáticas serias de salud mental −todos sus nombres fueron cambiados para preservar su identidad− y reconocidos profesionales en la materia. Este artículo es el primero de una serie que apunta a visibilizar esta crisis y entender sus causas, dándoles voz a los protagonistas. Pero, sobre todo, contribuir a la prevención.

“Desde hace tiempo se hablaba del advenimiento de una pandemia de salud mental, y finalmente llegó: la estamos viviendo”, afirma Juana Poulisis, psiquiatra de extensa trayectoria y especialista en la atención de trastornos de la alimentación. En esa misma línea, Roberto Mato, jefe de la Unidad de Adolescencia y Transición del Hospital Garrahan, suma: “A los adolescentes no les pasó una cosa o dos. Les pasó de todo. La pandemia y sus consecuencias trajeron muchos desencadenantes: los trastornos que se venían generando, se profundizaron; situaciones que estaban estables, se desestabilizaron. Se incrementaron la depresión, la ansiedad y la sensación de soledad”. Pero los expertos aclaran un punto clave: el deterioro de la salud mental en adolescentes comenzó antes de la irrupción del Covid-19. Aseguran que, en todo caso, la pandemia intensificó ese padecimiento. Fue el detonante que mostró la punta de un iceberg gigante sobre el que se puso la mirada cuando el barco estaba a punto de estrellarse o ya lo había hecho. La pregunta que se hace Mónica todas las noches: “¿Cómo no lo vimos venir?”, refleja el sentimiento de tantas otras madres y padres que, de un día para el otro, se encontraron con que sus hijos habían tocado fondo.
“Mi hija prácticamente no comía” Lo primero que empezaron a notar los padres de Valentina fue que esa chica “chispeante” se iba apagando de a poco. “Estaba más taciturna y pendiente de lo corporal. Antes casi no tenía contacto con las redes sociales, pero desde la pandemia, al no poder ir al club y no poder salir, empezó a estar mucho más en ese mundo”, recuerda Mónica. Su hija fue dejando de respetar las porciones de las comidas y recurrieron a un psicólogo. Pero seguía bajando de peso. “En enero, prácticamente no comía y estaba cada vez más y más triste”, describe su mamá, que durante la pandemia dejó de trabajar y comenzó a pasar mucho más tiempo en su casa. “Estaba presente. Miraba a mi hija todo el tiempo”, indica.

La pandemia fue un cimbronazo para todos. Sin embargo, para los especialistas, los más afectados, de lejos, fueron los adolescentes. El estudio “Pandemia, su impacto en la salud mental de los y las adolescentes y la necesidad de acción”, realizado durante 2020 por la Fundación Ineco y el gobierno de la ciudad de Buenos Aires, muestra que entre el 60 y el 70% de los encuestados manifestaron haber tenido síntomas frecuentes de ansiedad, sentimientos de soledad y baja satisfacción con la vida, con mayor incidencia entre las mujeres. Por otro lado, un relevamiento de Unicef que se llevó a cabo en nueve países de la región expuso que el 73% de los adolescentes sintió la necesidad de pedir ayuda en relación con su bienestar físico y mental, pero que el 40% no lo hizo. En el contexto de restricciones, Valentina tuvo que suspender su fiesta de 15, que ya estaba organizada y paga. La adolescente extrañaba a sus amigas y pasaba horas encerrada en su habitación, sumergida en las redes sociales. “Seguía a muchas chicas que hablaban de cómo tener el cuerpo marcado, las tablitas [los abdominales], y daban tips para comer ‘saludable’. Ella siempre tuvo una contextura física ‘normal’ y nunca había hecho dieta para nada. Empecé a notar que se obsesionaba en cómo preparaba yo las comidas: si les ponía mucho o poco aceite, si usaban pan o panko. Sabía cuántas calorías tenía cada comida. Eso para mí fue una alarma”, relata Mónica. “Llegó un punto en el que, cuando tenía un plato adelante, le temblaban las manos. En enero me dijo: ‘No puedo más, mamá. No puedo comer: tengo miedo’. Pero el tema de la alimentación era solo una parte: estaba muy deprimida y fue perdiendo conexión con la vida”, repasa con angustia.
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El panorama que describe Mónica cobra real dimensión cuando se pone la lupa en lo que ocurre en los hospitales y clínicas privadas de todo el país. Alejandra Bordato, jefa del Servicio de Salud Mental del Hospital Garrahan, cuenta que, si se compara el segundo semestre de 2019 con el mismo período de 2021, las internaciones por intentos de suicidio casi se triplicaron. “Es impactante. Muchos de estos chicos llegaron derivados de otras provincias para recibir atención médica de alta complejidad. La mayoría tenía entre 13 y 16 años”, detalla.
Las causas detrás del fenómeno El aislamiento social por la pandemia fue demoledor. La pérdida de rutinas, de estructuras y de sostenes extrafamiliares (escuelas, clubes y socialización en general); la crisis socioeconómica y su impacto en los hogares; los cambios en la alimentación y las horas de sueño fueron solo algunos de los factores perjudiciales para los adolescentes. Pero también hay otros. En las últimas décadas, la edad de inicio de la pubertad descendió notablemente en las chicas, y hoy ronda los 12 años. Aunque los motivos de esta modificación se continúan investigando (hay varias teorías), los especialistas consideran que es posible que haya impactado en la crisis de salud mental de adolescentes. “Con el desarrollo puberal hay cambios en el cerebro que hacen que maduren áreas del cuerpo que dependen de las hormonas, pero hay áreas del cerebro, como la prefrontal, que son las responsables de las funciones ejecutivas como la toma de decisiones, que van a tardar más en madurar. Entonces, se genera un desfase”, explica Silvia Ongini, psiquiatra infantil y juvenil del Departamento de Pediatría del Hospital de Clínicas. Y profundiza: “Si a un sujeto que no tiene esas capacidades maduras lo exponemos a situaciones que aún no está en condiciones de afrontar, es muy probable que termine con conductas que lo pongan en situaciones de riesgo”. Las nuevas tecnologías también son determinantes. La distancia que existe entre los estímulos e información que reciben los adolescentes, por ejemplo, a través de las redes sociales, y su posibilidad de procesarlos puede resultar nociva.
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Ahora bien, ¿por qué llegan a las consultas casos más graves? Adriana Ingratta, recientemente jubilada como jefa de Servicio de Salud Mental del Hospital Elizalde y presidenta de la Asociación de Psiquiatría Infanto Juvenil (AAPI), expresa su preocupación por lo que está viendo en el consultorio. “Muchas chicas y chicos llegan con ideas de muerte, al borde del impulso, algo que antes no se presentaba de forma tan aguda en las primeras entrevistas. Las madres y los padres también están muy afectados. Una mamá me decía que estaba al límite, superada: ‘Hace tres años que vengo sosteniendo todo [en relación a la pandemia] y ahora esto’. Las familias están con menos posibilidades de contención, de escucha atenta y de poder identificar las señales de alerta, porque están como aturdidas”, plantea. En el Hospital Italiano también registraron un aumento preocupante de casos. Gisela Rotblat, jefa de Psiquiatría e Interdisciplina del Servicio de Salud Mental Pediátrica de esa institución, explica que de 2019 a 2021 creció un 47% la demanda en la central de emergencias de psiquiatría infantil y juvenil. El principal motivo de consulta fueron las ideas de muerte, con una duplicación de casos. El segundo, las crisis de angustia, que también llegaron al doble. El tercero, los intentos autolíticos (sobreingesta o autolesión con intención de suicidio), que se triplicaron. En ese contexto, las indicaciones de internación treparon un 40%. “Cada diez pacientes de 13 a 17 años, llegan tres de 3 a 12 años. El 70% son mujeres y un 30% varones”, precisa Rotblat. El conflicto adolescente no necesariamente implica llegar a un cuadro serio y mucho menos grave. En cualquier caso, el acompañamiento y la validación familiar son clave.
Paz Colautti, de 23 años, relata el infierno que sufrió en su adolescencia y cómo logró salir adelante. Tuvo una recaída durante la pandemia, pero supo pedir ayuda a tiempo y hoy está muy bien. Desde su formación como psicóloga, buscará ayudar a pacientes que atraviesen situaciones similares a las que ella vivió.
Apagar el dolor Delfi tiene 16 años y vive con su papá, Marcos, en Palermo, en un departamento que está cerca del de su mamá (ambos se separaron cuando ella era chiquita). Está en el último año del colegio y tuvo dos internaciones por intentos de suicidio: una antes de la pandemia y otra durante. Marcos dice que comenzó a notar cambios en su hija cuando arrancó la secundaria. “Empezó a irle mal en la escuela, a dejar de disfrutar de cosas que le gustaban, a encerrarse cada vez más y más en ella misma. Pero eso venía de la mano con el comienzo de la adolescencia y a veces es difícil distinguir entre lo habitual de esa etapa y cuando realmente hay un problema. Queda como velado y no pensás que puede ser algo grave. Después, se termina destapando”, señala el padre. Marcos cuenta que, cuando la crisis de Delfi se desató, sintió “miedo, enojo y frustración” por no haberla detectado antes. “Después de salir de su primera internación, a fines de 2019, empezó a hacer hospital de día. Le gustaba ir, pero fueron solo tres meses: después, arrancó la cuarentena y, como los encuentros eran virtuales, se aburría y no quería ir. Creo que si hubiese podido acceder a un tratamiento presencial durante 2020, hubiéramos transitado las cosas mejor”, reflexiona.
Por su parte, la adolescente cuenta que, en esos momentos de intenso dolor psíquico, lo único que quería era “apagar los sentimientos, apagar el dolor, apagar todo”. Antes de los intentos de suicidio, atravesó por una bulimia y por un período en que se autolesionaba, haciéndose cortes en los brazos. “Sentís una herida emocional tan grande que la tenés que representar de alguna manera. Siempre es un llamado de advertencia, un ‘necesito ayuda’”, asegura. El aumento de consultas e internaciones por problemáticas como las que atravesó Delfi se replica en todo el país. En el Hospital Materno Infantil de Mar del Plata (que atiende a chicos de hasta 15 años), realizaron una evaluación del espectro de la conducta suicida previo a la pandemia y durante la misma, abarcando los intentos de suicidio, las ideas de muerte y los gestos de autolesivos. Compararon los 13 meses anteriores al aislamiento con los 13 meses de mayor repliegue social (de marzo de 2020 a marzo de 2021). “Lo que vimos fue que los pacientes que ingresaban por guardia por estos motivos crecieron de un 29% a un 34%, mientras que las internaciones treparon del 47% al 60%”, detalla Mariano Palá, jefe del Servicio de Salud Mental de ese hospital. Y agrega que, en los 13 meses siguientes, de abril de 2021 a abril 2022, continuó el incremento de las consultas por intentos de suicidio, pero además subieron las vinculadas a trastornos de la conducta alimentaria.
El día después de la internación Para Marcos, la salida de Delfi de su última internación no fue fácil de sobrellevar: “Vivís con bastante temor y buscás tener todos los cuidados necesarios. Me acuerdo de que guardaba toda la medicación en mi oficina, para no tenerla en la casa, pero también me daban miedo las cosas filosas o los espejos. Empecé a estar más tranquilo de a poco, pero fue mucho tiempo de tensión”. Cuando vio que Delfi empezaba a estar mejor, gracias al acompañamiento de su psiquiatra y psicóloga, a la medicación y a cumplir con todas las indicaciones de los profesionales, Marcos sintió que volvía a hacer pie en la vida. Delfi dice que estar internada no fue fácil, pero sí necesario. “Te sacan el celular y cualquier tipo de contacto con el exterior. Yo empecé a leer muchos libros y a dibujar, que siempre me encantó. De alguna manera, es un tiempo de relax, porque no tenés que pensar en otros problemas, que quedan afuera”, cuenta. Actualmente, en la ciudad de Buenos Aires hay 194 chicos internados por motivos psiquiátricos. Laura Foglar es abogada y coordinadora de la Unidad de Letrados de Personas Menores, que funciona desde 2012 en el marco de la ley nacional de salud mental. La norma establece que cada niña, niño o adolescente que ingresa por estos motivos a una institución pública o privada debe contar con un defensor. En CABA, el equipo de Foglar hace un seguimiento de, en promedio, unas 1200 internaciones por año, aunque el número descendió durante la pandemia por las medidas de aislamiento. “Tenemos muchos ingresos por intentos de suicidio: en septiembre del año pasado, por ejemplo, el 58% fueron por esta causa”, señala Foglar.
El día después de la internación Las autolesiones también se presentan con una frecuencia inusitada. “Han aumentado como manera de descargar, de castigo y como ansiolisis, para bajar el nivel de ansiedad”, afirma Rotblat. Cuando el dolor psíquico es tan fuerte, el dolor físico, más concreto e intencionalmente provocado, es utilizado como distractor. Implica, por ejemplo, cortarse en los tejidos superficiales de las muñecas, brazos, piernas y muslos. “Me acuerdo de estar mal y querer reflejar de alguna manera el dolor que tenía por dentro. No sabía qué otros recursos usar”, dice Delfi, quien cubría esos cortes con pulseras, mangas largas o maquillaje. Tenía 13 años cuando empezó a autolesionarse. En el caso de Valentina, su mamá relata: “La mayoría de las chicas con las que estuvo internada habían tenido autolesiones: ella no llegó a cortarse, pero sí a golpearse fuerte las manos contra el escritorio y a clavarse las uñas en las manos o en la panza”.
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Para Ingratta, es clave que los padres se queden con un mensaje: “No duden en escuchar a sus hijos y en consultar”. Y sostiene: “Como familia, tenemos que hablar de lo que nos pasa, de los temores, de las emociones, animarnos a preguntar: ‘¿Pensaste alguna vez en lastimarte, estás triste, estás enojado?’. Eso no va a provocar las ideas de un suicidio, eso es un mito que seguimos viendo incluso entre profesionales de la salud. Es importante la consulta temprana y preventiva”. La atención para los adolescentes abre un capítulo aparte, que también será abordado en esta serie de LA NACION. “Cuando llamás a las instituciones, te dicen que no tienen cupos en ese momento, pero vos el problema lo tenés ahora”, lamenta Mónica. En el sanatorio privado al que llegaron aquel sábado, Valentina y su mamá estuvieron tres días esperando la derivación a una institución que pudiera dar respuesta a la problemática. “La obra social decía que la tenía que pedir el sanatorio, el sanatorio decía que era responsabilidad de la obra social. Había mucha desinformación y sentíamos que no sabían qué hacer con nuestra hija”, recuerda Mónica. Su experiencia expone la otra cara de la moneda del aumento de la demanda adolescente en los servicios de salud públicos y privados: las instituciones y profesionales que no dan abasto. En los hospitales, chicos con ideas de muerte o intentos de suicidio duermen en las guardias hasta 48 horas hasta encontrar un lugar. Las listas de espera para conseguir una internación por un trastorno de la conducta alimentaria en algunos de los centros más reconocidos pueden ser de cuatro meses. “Eso hace que se exacerbe y cronifique el diagnóstico”, sostiene Poulisis, que es fellow de la Academy of Eating Disorders y expresidenta del Capítulo Hispano de esa organización internacional.

¿Cómo está hoy Valentina? Mónica se quiebra ante esa pregunta. “Con la mirada triste. Muy, muy flaquita. Llora mucho y nos pide perdón todo el tiempo. Perdió la alegría. Tenía una sonrisa divina, era una polvorita, un cohete. Es muy doloroso”, responde. Sin embargo, aclara: “Pero ya no está el ‘no quiero vivir’, sino un ‘necesito ayuda’”. De a poco, esta familia empieza a ver la luz al final del túnel. Por su parte, Delfi recibió el alta de su psiquiatra hace pocos días y ya no toma medicación. Está terminando el colegio, sale con amigos, practica deporte y tiene proyectos que la entusiasman, entre ellos, estudiar psicología. “Se puede salir de ese pozo, pero necesitás herramientas. Podés tener la voluntad, pero eso no alcanza: necesitás ayuda y para conseguirla, tenés que pedirla”, concluye.
- Guía para padres
- Dónde pedir ayuda
- Fuente: La Nación