Veamos… ¿No es de sentido común frenar cuando el semáforo está en rojo, en vez de acelerar y pasarlo impunemente? ¿Hace falta mucha educación vial para no traspasar un paso a nivel que tiene las barreras bajas, zigzagueando por las vías con el tren a pocos metros? ¿Tanto se debe razonar para entender que es suicida no levantar el pie del acelerador si el velocímetro marca 160 o 180 kilómetros por hora en plena autopista Buenos Aires- La Plata o por la Autovía 2, aunque se sepa que camino a la Costa se suspendieron los controles de velocidad? ¿Acaso la experiencia no nos avisa que es preferible no tomar bebidas alcohólicas si luego hay que conducir? Incluso hay una voz interior que nos aconseja no hacerlo a poco de haber comido un suculento asado, sabiendo que la inevitable modorrita puede jugar una mala pasada en medio de la ruta, por ejemplo. Lo mismo se podría decir para el que lo hace sin haber dormido lo suficiente o habiendo tomado un remedio que provoca somnolencia. Un antigripal, sin ir más lejos.
Difícilmente encontremos un automovilista que no sepa las reglas elementales del tránsito (es decir, que se debe respetar la luz roja, no hay que conducir alcoholizado ni acelerar por encima de la velocidad máxima permitida). Sin embargo, todas estas normas, cuya violación se considera como grave, se transgreden en forma constante. Eso, si dejamos de lado una larga lista de actitudes que hacen a la seguridad propia y ajena, y que tampoco se tienen en cuenta. A saber: no usar el cinturón de seguridad (tanto el que maneja como sus acompañantes); hablar por celular mientras se conduce; adelantarse en plena ruta cuando las señales indican lo contrario; no respetar las distancias entre vehículos; no poner, o hacerlo de manera incorrecta, el guiñe cuando se va a doblar o cambiar de carril; invadir la senda peatonal; pasar por las bocacalles sin disminuir la velocidad; o andar a una velocidad menor que es tan peligrosa como la excesiva. Y así, se puede seguir amontonando situaciones, dando cuenta incluso de algunas singularidades de alto rating en las calles argentinas: andar en moto sin casco y haciendo dribling entre los autos, cruzar una avenida por mitad de cuadra esquivando autos, doblar en U para retomar el camino donde no está permitido, atravesar el ancho de la Panamericana corriendo para ir a alguna parada de colectivos.
Y más. Mucho más. Las cifras de accidentes pueden dejar en claro que no se trata de travesuras de avezados conductores. Aun con las divergencias y discusiones ridículas que se dan entre reparticiones oficiales y ONGs, algo es claro: es obscena la cantidad de muertos que cada año dejan los accidentes de tránsito en Argentina. ¿Son poco más de tres mil, como rezan las cifras oficiales? ¿O la cifra está entre los 7.000 y los 10.000, como dicen organismos dedicados a la seguridad vial? Como si cualquiera de esos números hiciera la realidad más liviana.
Lo cierto es que, en líneas generales, en el país hay en promedio unos 28 muertos por día a causa de los accidentes de tránsito. Peor aún: la mitad de ellos no superan los 30 años. ¿Será una extraña pasión por el vértigo o el peligro lo que se oculta detrás de tamaña desaprensión por la vida? ¿Tendremos un sentimiento todopoderoso que nos hace creer inmunes a todo mal? Cada quien tendrá su teoría, pero lo cierto es que hay formas y formas de despedirse de la vida, pero las muertes en la vía pública se podrían evitar. Claro, primero hay que entender que el respeto a las normas de tránsito es una manera de ser solidario con el otro.
Entonces, ¿por qué manejamos tan mal los argentinos?
Argentinidad al palo
“Siempre se habló de lainconducta en el tránsito como un problema de sanciones, de acatar normas, de disciplina. Eso es sólo una parte. La otra parte es la cultural y educativa, y es adonde hay que apuntar”, dice Hugo Vidal Fernández, del Instituto de Seguridad y Educación Vial (ISEV). Según este especialista, “el tránsito refleja una forma de vida de la sociedad y si socialmente se tienen determinados valores, eso se ve reflejado en el tránsito. No podemos ser argentinos en todo y suecos o ingleses a la hora de manejar”.
Primer dato. El tránsito es un calco de nuestra idiosincracia. ¿Cuáles serán, entonces, sus rasgos más visibles? “En general, si hablamos sólo de la pericia al volante, aquí los automovilistas saben conducir. Pero falta el respeto por las normas y por los semejantes”, analiza Fernando Verdaguer, subsecretario de Tránsito y Transporte del gobierno porteño. Para el funcionario, la característica principal de los conductores porteños es la prepotencia. “En la calle vemos que el vehículo más grande prepotea al más chico y el más chico al peatón”, describe. La ley del más fuerte. El darwinismo aplicado al volante; el viejo y conocido sálvese quien pueda. Pero atención, que esto no es propiedad sólo de argentinos maleducados. Si bien estamos lejos de tener un tránsito del Primer Mundo, las cifras internacionales dicen que cada año en el Planeta 1,2 millones de personas mueren en un choque y que 50 millones quedan heridas. Más todavía: la Organización Mundial de la Salud (OMS) alertó que, sin un renovado compromiso con la prevención, esas cifras aumentarán casi en un 65% en los próximos veinte años. Los sistemas de tránsito inseguros –dice la OMS– dañan gravemente la salud pública y el desarrollo de un país.
Claro, mal de muchos, consuelo de tontos. Retomando estos conceptos, el Defensor del Pueblo de la Nación, Eduardo Mondino, presentó su informe anual, esta vez dedicado a la Seguridad Vial. Allí le reclama al Estado que lleve adelante políticas claras para prevenir accidentes y ponga el acento en las potenciales víctimas. “Habría que empezar a cambiar el concepto de accidente porque eso tiene una connotación de algo fortuito, azaroso, como si fuera un designio divino o del destino”, propone Mondino. Y sostiene que la seguridad vial es uno de los problemas más graves que enfrenta la sociedad argentina (tanto, que se atreve a definirla como una endemia social que pone en riesgo la vida, la salud, los bienes materiales y el goce pleno del espacio público compartido). “La sociedad tiene que asumir que 20 muertos por día, más o menos, no puede ser aceptado por los argentinos como una cuestión de comentario diario como Uy, pobre. Porque detrás de cada víctima fatal, quedan familias desprotegidas, chicos desamparados, lisiados, discapacitados. La problemática es de esa magnitud. Ni más ni menos.” En la misma sintonía, el actual ministro de Salud, Ginés González García, definió que “el 70% de los casos de muertes por accidentes de tránsito responden a factores relacionados con el estilo de vida de las personas”. Andrés Leibovich, su actual subsecretario del Programa de Prevención y Promoción, es aún más tajante: “Los accidentes no son accidentales. El argentino joven al volante es un irresponsable individual; irrespetuoso, transgresor y soberbio”. Y así se maneja. Alcabo, uno siempre es uno y sus circunstancias. “Conducir es un acto social que está influido por los demás y también por lo que nos pasa y lo que creemos que hacemos bien o mal”, tercia la licenciada María Cristina Isoba, de la asociación Luchemos por la Vida. “Existe lo que se denomina factor del riesgo. Por ejemplo, pasar un semáforo en rojo pensando que nos aporta un beneficio mayor que no hacerlo. Los conductores sobreestiman su propia capacidad. Y se percibe ese riesgo –violar la luz roja– como algo que no es grave”. Esto sucede –deduce Isoba– porque “la mayoría de los automovilistas consideran que conducen mejor o mucho mejor que los demás”. Sería una verdadera curiosidad encontrar alguien que considere que maneja mal. O más o menos.
Desde la Dirección General de Educación Vial y Licencias del gobierno porteño, se hace hincapié en la impunidad con la que se mueven los automovilistas y en la falta de sanciones ejemplificadoras. Por esa dirección, cada día, pasan unas mil personas entre quienes van a sacar la licencia de conducir por primera vez y quienes las renuevan. Sólo el 10% son bochados. A nivel técnico, se maneja bien. Entonces, ¿qué transforma a los felices poseedores de un carnet? ¿Por qué esas carmelitas descalzas que dan muestras de civismo en pleno exámen mutan en forajidos al volante apenas salen a la calle? “Decir que manejamos mal se confirma con la accidentología. Pero me fastidia cuando se dice que no hay educación vial. Las personas conocen las normas pero no las cumplen porque saben que si las violan no pasa nada”, sostiene Néstor Bilancieri, titular de esa repartición. Esa playa de manejo es el punto inicial del tránsito. ¿Serán efectivas las pruebas que ahí se toman? Bilancieri dice que sí, que la eficacia la pone entre una de las “más adelantadas del mundo”. Pero que después, ese lobo del hombre en que se convierte un conductor con su carnet en mano, pasaría al terreno de los controles que no se hacen. O se hacen laxos. O se hacen mal. O algo pasa. “Creo que hay estructuras que recrear. La Policía en el control de tránsito cumplió un ciclo”, subraya.
Cuentas en rojo
Si vamos a los números de bolsillo, en la Asociación Argentina de Compañías de Seguros admitieron que los siniestros totales están superando los 4.100 millones de pesos por año en carácter de daños en los vehículos e indemnizaciones a personas. Si bien la cifra que ronda los diez mil muertos anuales es corroborable en las compañías de seguro, Francisco Astelarra, titular de la asociación, prefiere focalizar en que “esas muertes pueden ser evitadas y hay que poner énfasis en cómo solucionar esta endemia”. Las aseguradoras destacan el incumplimiento de las normas de tránsito y también el estado de los vehículos. Por ejemplo, si bien en la provincia de Buenos Aires es obligatorio realizar la Verificación técnica Vehicular (VTV), no todos la cumplen. Y así, puede observarse una buena cantidad de coches circulando en pésimas condiciones. Un peligro más y van…
Se calcula que el parque automotor de la Argentina ronda los 7,5 millones de vehículos. Y según los datos de las aseguradoras, cada cien autos que circulan por el país, cada año catorce tienen al menos un accidente en el que resulta dañado algún bien material. Y dos de cada cien protagonizan accidentes con daños a personas. “Esta estadística es muy importante”, define Astelarra. Pone al país en el podio de un triste ranking: el de los que tienen mayor cantidad de accidentes de tránsito por cada millón de vehículos. Otro antecedente para tener en cuenta es que desde julio de 2001 a junio de 2005, el número de accidentes subió un 25% en caso de lesiones a peatones y un 10% si se trata de lesiones a personas que iban en vehículos. “La verdad es que llama la atención el elevado número de accidentes que tiene la Argentina respecto de otros países; hay que hacer una acción muy fuerte en educación y prevención vial. Es necesario un cambio que va en beneficio propio y que, también, es una actitud de solidaridad hacia los demás ciudadanos”, sostienen en las aseguradoras. La elevada velocidad alcanzada por los autos, su deficiente estado de conservación en algunos casos, el deterioro de las rutas y calles del país, la desaprensión de los motociclistas y la falta de un control periódico del vehículo –enumeran en las compañías de seguros – ubican a la Argentina entre los más peligrosos del mundo en accidentes viales. Y un gran porcentaje de las víctimas son peatones y ciclistas.
Narciso al volante
El diagnóstico dice, entonces, que la mala conducción tiene raíces culturales: se sobreestiman las propias capacidades al volante y, como se da un darwinismo sobre ruedas, en la calle campean la prepotencia, la impunidad y la desaprensión. ¿Habrá causas más profundas para analizar estas conductas? Jorge Franco, psiquiatra y jefe del Departamento de Consultorios Externos de Salud Mental del Hospital de Clínicas, da algunas coordenadas psicológicas. “El auto representa una prolongación del esquema corporal, sobre todo para el varón. La persona pueden sentir que su coche es su potencia. Y va a poner en funcionamiento esa fuerza”, dice. En casos extremos, incluso, el auto es un símbolo de virilidad (por eso hay quienes no toleran ni un pequeño toque en el baúl). Eso sucede, según Franco, porque el auto tiene una carga de poder que se multiplica en el tránsito, y a la vez representa un status social. Pero, advierte el psiquiatra, si la persona no discrimina esa fusión de fuerzas, “la usa por encima de su propia capacidad de conducción”. La base de esta creencia, de suponerse Superman al volante, es “el narcisismo y la omnipotencia; esa es la clave psicológica que explica la situación anterior a un choque”. Pero además, Franco percibe que hay un grado de agresividad a nivel social que, ejercido en este caso por un conductor, pone en peligro a varias personas: a sí mismo y a terceros. “En el tránsito se expresan las peores condiciones del género masculino, y los accidentes están más vinculados a la creencia de que se maneja bien que a la sospecha de que se pude cometer un error”, concluye Franco. ¿Pasará lo mismo entre las mujeres? María Cristina Isoba, de Luchemos por la Vida, sugiere alguna diferencia: “En cuanto a la autovaloración casi no hay diferencias con el hombre. Lo que se percibe es que la mujer tiene menos historia al volante. Y a pesar de que también se considera una buena conductora, no siente que tenga todo tan seguro como el hombre. Tiene mayor conciencia del riesgo”.
Más allá de los rasgos psicológicos particulares, es cierto también que el individuo/conductor vive en sociedad. “Y como seres sociales, tenemos pocas posibilidades de poner límites a quienes no saben autoimponérselos. Es un problema grave de educación, algo estrictamente cultural”, dice el especialista en Salud Mental. Un ejemplo: ¿Cuántas veces escuchamos a alguien jactándose de haber ido de Buenos Aires a la Costa en tres horas y media? Es de lo más común, y se lo dice a sabiendas de que tal hazaña sólo es posible si se viaja a velocidades que están por encima de las permitidas. “Si bien el argentino es individualista en general, sobre todo en el espacio público se denota la falta de un tejido social y de reglas claras de convivencia –agregan en Luchemos por la Vida–. Nuestro proceder es un boomerangpara nosotros mismos. Nos hace falta una conciencia social que se construye en una comunidad que se organiza, y un Estado que se haga cargo de cuidar a sus ciudadanos”.
Yendo por mal camino
En Avenida de Mayo y Tacuarí un cartel electrónico pone en alerta: “Evite multas. No hable por teléfono celular al conducir. Respete las velocidades máximas. Ajústese el cinturón de seguridad”. Bastan unos instantes para advertir que muchos no le hacen caso a esa advertencia. Pasan taxistas sin el cinturón, particulares que maniobran con una sola mano mientras con la otra sostienen el celular, colectivos que le ganan al semáforo en rojo. Una recorrida por la Panamericana también puede ser ilustrativa. Allí, los automovilistas parecen estar en un circuito de Fórmula Uno. Zigzaguean de un carril a otro, esquivando otros vehículos a una velocidad mucho mayor de la permitida, que ya es alta: 130 kilómetros por hora. Y los que conducen correctamente por un carril, no respetan, sin embargo, la distancia con el vehículo que va adelante. Casi todos los días, esta vía –que está en buenas condiciones y bien señalizada– es escenario de un accidente. “Es muy grave tener que reconocer que la conducta de nuestros automovilistas es, en un alto porcentaje, violatoria de las normas elementales de seguridad vial”, dice Gustavo Binner, jefe de Seguridad Vial de Autopista del Sol, concesionaria de la Panamericana, principal vía de entrada y salida a la Capital desde la zona norte. Según Binner, un 90% de los accidentes en esa autopista ocurren por faltas en la conducción: distracciones, malas maniobras, exceso de velocidad, falta de distancia entre un ehículo y otro. Allí se hacen unas 12.000 actas de infracciones al año, muchas por mal estado del vehículo (se llevan los premios los que circulan sin las luces reglamentarias).
Todos los que toman la Autopista 25 de Mayo –que atraviesa la Capital de este a oeste– saben que la curva y contra curva a la altura del Parque Chacabuco es un punto crítico. Y no pocas veces, ahí se producen accidentes. Pero también en esa autopista existe otro problema: el tránsito pesado. Según Rogelio Barrero, gerente general de Autopistas Urbanas S.A. (AUSA), los accidentes que se verifican en esa vía se dan por exceso de velocidad y peso en los camiones. “Empezamos a controlar con balanzas instaladas en los peajes de Parque Avellaneda y Dellepiane para controlar las cargas”, cuenta Barrero. El que excede lo permitido, tiene una multa. “El por varios motivos: carga mal estibada o suelta; el chofer que no respeta los carriles reglamentarios para camiones o va por los carriles rápidos”, detalla. Pero además, la red de tránsito pesado desgasta el pavimento, sobre todo en las avenidas Cantilo, Lugones y Dellepiane.
AUSA tiene cámaras cada kilómetro y cartelería que va indicando las novedades que se producen en la autopista o el tiempo de una bajada a la siguiente. De todas maneras, los choques en cadena se producen con mayor frecuencia que la deseada. Eso a pesar de que la velocidad promedio –dicen en la empresa– se pudo bajar hasta los 100/110 kilómetros por hora.
En Vialidad Nacional, que tiene bajo su cargo las rutas del país que no están concesionadas, aseguran que este verano se movieron por ahí casi 5 millones de vehículos. Lo cual aumenta potencialmente el riesgo de accidentes. Según Ernesto Arriaga, jefe de Relaciones Públicas del organismo, a la hora de manejar en una ruta, el automovilista se reviste de su propio halo. “Cree que sabe conducir espectacularmente, pero comete infracciones. Las más comunes: no respetan las velocidades permitidas y sobrepasar un auto cuando está la doble línea amarilla”. Cuanto más confianza, más aprieta el acelerador. “Esto es lo que está pasando, por eso los accidentes en este momento son muy fuertes. Y es preocupante”, confirma Arriaga. La regla es que hay una gran cantidad de accidentes de menor envergadura en los radios céntricos de las ciudades, pero los más graves se producen en las zonas alejadas (¿zonas liberadas?).
Una cosa que empieza con P
Todos los expertos consultados coinciden en que el panorama del tránsito se empezaría a encausar con la educación vial desde la escuela. Muchos creen que es imperativo establecer un sistema de premios y castigos para los conductores. Un sistema que contemple, incluso, la posibilidad de sacarle la licencia a los que reincidan en infracciones graves. Y que vaya acompañado por una fuerte campaña de prevención y control por parte de las autoridades. “Con el rigor de las sanciones se aprende”, apunta Néstor Bilancieri, quien apuesta a un sistema de puntajes que vaya quitando créditos a medida que se van cometiendo infracciones, hasta llegar a la suspensión de la licencia (temporalmente o de por vida). “Y no confundamos esto con mano dura. Estamos hablando de accidentes de tránsito, de una persona que pasó en rojo, mató a peatones y sigue manejando”, remarca el responsable de las licencias en la ciudad de Buenos Aires. Este tipo de sistemas de premios (como un sustancial descuento en la póliza del seguro) y los castigos, están siendo aplicados en los países desarrollados. En paralelo, en todos los organismos consultados se hace hincapié en una idea: unificar el sistema de licencias de conducir. Hoy por hoy, cada municipio aplica su propio esquema. De manera que, si por alguna razón alguien no puede sacarla en la Capital Federal, nada impide que pueda obtenerla en otra zona. En Buenos Aires los que sacan por primera vez su carnet deben llevar la letra P (de Principiante) en la licencia y otra en una cartulina que deben colocar en la luneta. Según la Ley de Tránsito, “los conductores que obtengan su licencia por primera vez deberán conducir durante los primeros seis meses llevando bien visible, tanto delante como detrás del vehículo, el distintivo que identifique su condición de principiante: una letra Pblanca sobre fondo verde de 10 x 15 centímetros”. En ese lapso, el conductor sólo puede andar por las calles de su barrio; no le está permitido conducir en rutas, autopistas o vías rápidas. Pero, ¿cuántas de esasPse ven en la calle? ¿Cuántos debutantes cumplen con la premisa de no manejar en avenidas o autopistas?br>
En el ISEV creen que el tránsito sólo puede mejorar si se apunta a un cambio de hábitos que se internalice desde la primaria. “Hay cuatro aspectos en la cuestión social que representa el tránsito: la educación, la información, los controles y las sanciones”, enumeran. Aunque, aclaran, los controles y las sanciones no deberían realizarse como hasta ahora: en forma espasmódica. Por dar un caso, ¿quién controla en este momento que los pasajeros de los taxis se crucen el cinturón de seguridad? Salvo cuando se prepara una movida de lanzamiento, el respeto por esa norma –u otras– es ínfimo (y el control, inexistente).
En la subsecretaría de Tránsito del gobierno porteño se está evaluando la posibilidad de instalar cámaras digitales en los semáforos de las esquinas más problemáticas, y así implementar un nuevo sistema de infracciones. También piensan en establecer que las multas sean proporcionales al margen de exceso de velocidad, por ejemplo. Llegado el caso, y ante cierto número de faltas graves, se retiraría la licencia. Entretanto, Andrés Leibovich, del Programa de Prevención y Promoción del Ministerio de Salud, cree que habría que apuntalar el sistema en tres direcciones. La prevención primaria (educando se pueden evitar futuros accidentes); la prevención secundaria (al respetar las normas de seguridad, el daño en caso de accidente sería el mínimo); y la prevención terciaria (es decir, que los agentes del sistema de salud estén entrenados para atender a las víctimas).
Más allá de las opiniones, lo cierto es que es inconcebible seguir mirando para otro lado. Hay que tomar el toro por las astas, y ya mismo. Para los que toman decisiones es hora de dejar de lado las peleas de cartel y los cruces por cuestiones de estadística. Y, más allá de lo que haga el Estado o de cuánto se controlen las rutas, es el momento para que cada uno de los conductores argentinos empiece a tomar el tránsito en serio. Al cabo, es una cuestión de vida o muerte.
Diario Clarin