Los últimos días del Presidente Fernando De La Rúa

Mart 20 22:27 hs.-Con De La Rúa ocurrió la misma comedia que venía representándose desde el 6 de Setiembre de 1930 cuando voltearon a Hipólito Yrigoyen. Lo que sigue no es un análisis político, ni siquiera un intento de revisionismo histórico a la usanza actual; es simplemente el relato de un testigo presencial de los últimos días del Presidente Fernando De La Rúa en la Casa Rosada.

Diré antes que nada, que conocí a De La Rúa un tiempo antes de asumir la presidencia de la nación, y hasta le obsequié en aquel momento un par de mis modestos libros. Incluso lo voté. Más tarde, andaría yo diciendo que cuando lo volviera a encontrar le pediría que me devuelva los libros y me indemnice el voto. Así somos los argentinos.

Hay que admitir que los sucesos del día 20 de Diciembre de aquel año fueron el resultado de un cúmulo de situaciones que venían sumándose desde el comienzo mismo de ese Gobierno de la Alianza; situaciones que fueron producto de una conspiración de los sectores dominantes –esos que nunca dieron la cara pero manejaron todo-, o bien, de una incapacidad política para resolverlas. Si fueron éstas últimas, De La Rúa no es más que la cara visible, el que cargó con la culpa de todo un gabinete, de un equipo de funcionarios y al fin, de toda una clase dirigente inútil que no hizo nada porque los mecanismos institucionales funcionaran adecuadamente.

Todos repitieron con De La Rúa la misma comedia que venía representándose desde el 6 de Setiembre de 1930 cuando voltearon a Hipólito Yrigoyen: “Yo, argentino”. Y dejaron que el país le estalle en las manos.

Fernando De La Rúa obró como un capitán de barco, se hundió solo con la nave, mientras los roedores de la cosa pública habían ido abandonando de a poco ese barco. Uno, el más notable quizás haya sido su Vicepresidente Carlos “Chacho” Álvarez. Lástima que en la bodega nos dejaron con la puerta cerrada a todos nosotros.

La primera cosa no resuelta en ese Gobierno fue la Alianza misma. La más clara muestra de que en este país ninguna alianza política puede prosperar porque todas son alianzas que se forman “en contra de”; jamás “a favor de”, sobre todo a favor del País. Una vez logrado el objetivo, las apetencias personales aparecen y se destruyen los objetivos. En aquel momento ese objetivo era ganarle a Carlos Menem, se logró eso y luego nadie supo qué hacer con esa herencia tan descompuesta que dejaba el riojano, tras una década de “pizza con champán”.

Por aquellos días participaba yo de un Congreso y al andar por Buenos Aires el malestar se palpaba en el aire. Bastaba una vuelta por la Plaza de Mayo enrejada para percibir que algo podía ocurrir pronto. Era la misma sensación que había vivido siendo un adolescente el 22 o 23 de marzo de 1976 cuando grupos de ciudadanos se iban amontonando espontáneamente en las esquinas de esa Plaza en una suerte de piquetes de opinión. Todos pedían la caída del gobierno. Algo histórico entre los argentinos. ¿O no comenzamos pidiendo la caída de Cisneros en la Plaza también?

Unos días antes de aquel 20 de diciembre, las asociaciones de izquierda, HIJOS, Madres y demás, llevaban a cabo un acampe conmemorando algo de la memoria que honestamente no recuerdo. Pero la Plaza de Mayo estaba ocupada con carpas y un gran escenario donde algunos artistas dejaban lo suyo. En medio, durante la noche, Hebe de Bonafini se paseaba entre las carpas arengando a los grupos de jóvenes sobre la conveniencia de que estos “H…de P… se vayan a M…” y esas cosas. No sé si alguien entendería algo porque para esa hora el alcohol presidía la mayoría de las cabezas.

Pero no solamente de estos manifestantes había; un poco más distantes, bajo las arcadas del Cabildo, detrás de las columnas de la Catedral, más discretos había ciudadanos de otras clases sociales más elevadas; pero el comentario era generalizado: “Esto no va más”, “Se tienen que ir”.
Al día siguiente, sería el 15 o 16 de diciembre, hubo un gran acto a la tarde, donde hablaron entre otros el historiador Osvaldo Bayer, una gran decepción para mí por su léxico violento y grosero. Y cerró Hebe con su consabido lenguaje de víbora y durante su alocución pidió abiertamente que el Pueblo saque “a esos HdP de la Rosada” y todo lo demás. La democrática Madre putativa de los argentinos incitaba a la violencia y al quiebre de las Instituciones. Lamentablemente, esos otros grupos “más decentes”, aplaudían aquella procacidad pseudocívica.
Al terminar el acto se organizó una movilización para marchar por Avenida de Mayo. Detrás de la Casa Rosada era todo azul de la cantidad de policías y carros de asalto que aguardaban. Me instalé en las escalinatas de la Catedral Metropolitana y pude observar desde arriba el nivel de organización armada que tenían “Las Madres”; cada cincuenta metros aproximadamente se instalaba una fila de encapuchados, todos armados con palos, caños y cadenas, que respondían sincronizadamente a un cuadro que daba órdenes precisas. Mientras la policía comenzaba a avanzar.

Unos cuantos buscamos refugio dentro de la Catedral, de donde fuimos prolijamente expulsados y pude asilarme en el subte de la línea Catedral. Arriba, la masa liderada por Hebe cometía los primeros desmanes y dejaba a su paso las paredes pintadas contra todo lo que fuera institucional: Gobierno, Iglesia, todo.

Al siguiente, ingresé a la Casa Rosada con el fin de saludar a un amigo. Reinaba ese mismo ambiente de “algo va pasar”, las medidas de seguridad eran extremas. En el ingreso crucé a Carlos Saravia Day que sonreía optimista a pesar de todo; uno de los últimos radicales de pura cepa, en mi concepto.

Lo demás era desolación. Las galerías estaban vacías y uno podía recorrer el Palacio de Gobierno sin resistencias. En el patio, apenas la guardia de los Granaderos conservaba la marcialidad para el cambio de guardia. Con decir que hasta alcancé a caminar tranquilo por la galería que lleva al mítico balcón de la Rosada, y mientras me asomaba pensaba en las horas de historia que guardaban aquellos ladrillos.

En el andar, fui a dar con el ascensor del Presidente, una hermosa obra de arte tallada en madera con espejos y alfombra roja. Al salir, decidí husmear escaleras arriba y ése fue el momento culminante de aquella visita: bajaba el todavía Presidente, Fernando De La Rúa. Venía acompañado de Armando Caro Figueroa y un par de hombres más. Saludó rígidamente cordial. Era un espectro enflaquecido, el cuello de la camisa le quedaba grande porque la crisis había retirado la carne; caminaba con la mirada dura. Era la expresión más acabada del final. No me animé a pedirle mis libros ni a que me indemnice el voto. No hubiera podido tampoco. Ya había algunos saqueos en Rosario y el conurbano.

Sin ánimo de abrir juicio y siempre librado a lo subjetivo de una crónica personal, diré que aquel De La Rúa que crucé en la escalera era un hombre solo, abandonado. Los que lo habían empujado a asumir el cargo seguramente habían lucrado ese par de años con el poder, pero no estaban allí para defenderlo, para aconsejarlo…, por lo menos, para hacerle lo más digno posible esos que ya se sabía eran sus últimos momentos en el poder.

Es innegable que también hubo de su parte una cuota importante de falta de personalidad para manejar el poder. Pero nunca aceptaré que De La Rúa cayó sólo por su incapacidad. Lo usaron para sacarlo a Carlos Menem y Cavallo le colocó la piedra de molino al cuello con el “corralito” y lo empujó hacia el fondo, tal vez cumpliendo las directivas de sus verdaderos jefes. Los que siempre manejaron el poder de la Argentina.

Aquella del 20 de Diciembre quedará como una de las jornadas más negras de la historia argentina reciente. Una muestra más de que los argentinos no supimos cuidar las instituciones y de que la clase dirigente no tuvo la grandeza suficiente para enfrentar y resolver la crisis.

Con todos los errores, tal vez haya que reconocerle algo positivo al kirchnerismo; logró que el pueblo tome conciencia de la importancia de mantener y cuidar la Presidencia, con independencia de quién la detente, porque cuando todo se termina, lo único que le queda a un país para recomenzar, son sus Instituciones.-

Por: Ernesto Bisceglia
Para El Intransigente.

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