Si en algo hemos evolucionado los argentinos, es en la capacidad de manifestarnos. Las protestas, los abucheos, los escraches a los que nos atrevemos cada día más, son muestras de la inconformidad del pueblo y se están dando con más frecuencia en diferentes lugares y hasta en un buquebús, porque la inquietud social aumenta y la inequidad alimenta un sentimiento de ciega impotencia.
Entonces, ¿cómo callar a los cientos de miles de argentinos que se manifestaron en las marchas de 2012? O, ¿cómo pedir a docenas de pasajeros que descubren la presencia de un funcionario responsable de muchas de sus molestias que guarden su bronca?
Los escraches manifiestan indignación. ¿Que es un recurso discutible? Es cierto. Pero quizá también sea el único medio de que dispone el hombre de la calle para decir que no está de acuerdo con medidas que empobrecen a la mayoría y favorecen a una minoría privilegiada.
El pueblo quiere decir que sufre el deterioro del orden social, el mal que hace a la
paz de la República el ejemplo poco digno de las autoridades como el de hoy: el aumento de las dietas de los legisladores nacionales.
Aumentos desmesurados. ¿Cómo no repudiar a los que detentan el poder si asistimos al espectáculo lamentable de verlos ponerse en primera fila para recibir los mayores beneficios, sin preocuparse por un reparto equitativo de los bienes disponibles del Estado, teniendo en cuenta, además, las diferentes funciones y responsabilidades de cada tarea específica?
Este último acto –para afirmar el cual diputados y senadores levantaron al unísono sus manos– pone a los representantes del pueblo en una posición poco ejemplar.
Los medios dan cuenta de los abultados sueldos que cobrarán los legisladores nacionales. Ya en 2012, por obra de Amado Boudou, el principal mentor de la medida, se aumentaron sus sueldos en un 100 por ciento.
Cuando los diarios difunden que un legislador nacional gana alrededor de 67 mil pesos de sueldo, que supera por 10 veces al del ciudadano común –maestros, médicos, empleados de comercio, obreros– y en el que se incluye una dieta de 36.382 pesos, más 10 mil pesos por gastos de representación, unos 15 mil pesos por pasajes terrestres y aéreos (que pueden canjear por dinero) y, más aún, unos 5.660 pesos por desarraigo, surgen mortificantes comparaciones.
Los que desempeñamos tareas, oficios, profesiones (a los que tanto nos ha costado llegar y mantener y que demandan horas de trabajo fuera del hogar, abandono de los hijos y en muchos casos exámenes de idoneidad y superación permanentes) conocemos cuánto desmoraliza la falta de perspectivas de crecimiento, cuánto disminuye la fuerza, el entusiasmo y la voluntad de entrega saber que nos llevaría una vida de trabajo acceder a los beneficios y privilegios de que goza un legislador.
Es que en nuestro país los peces gordos se tragan todo el cardumen. Y así se nos hace sentir: pueblo cardumen, insignificante, desvalorizado, desjerarquizado. Pobres. Cada vez más pobres, porque los presupuestos públicos no se estiran si no media el engaño de la emisión monetaria generadora de la inflación. Una rueda de empobrecimiento sin fin.
Diferencias. Es verdad que los legisladores del Primer Mundo cobran sueldos muy altos, acordes con sus elevadas responsabilidades. Pero los argentinos no percibimos aún que los nuestros trabajen con la debida responsabilidad, ni que sean encumbradas inteligencias, selectas capacidades, especialistas estudiosos y dedicados, con condiciones de idoneidad y superación exigibles a mentes distinguidas, necesarias para proponer, discutir y elaborar nada menos que las leyes que impulsen una república emergente.
Boudou y el presidente de la Cámara de Diputados, Julián Domínguez, establecieron por resolución que el aumento del año pasado fuera de 24 por ciento y que terminó concretándose en enero de este año por un
21,8 por ciento.
Se arguye que lo concedido es inferior a lo otorgado a otros gremios y, además, que los legisladores pagan alto Impuesto a las Ganancias (como pagamos todos, y que es proporcional a un sueldo tan elevado).
Lo que el pueblo percibe es que existen silenciosas complicidades entre quienes se comen la mayor parte de la torta, porque, ¿qué podría argumentar
en contra el Poder Judicial si también goza de discutidos privilegios?
¿Con qué derecho hacemos este reclamo? Nosotros los hemos votado, les hemos dado el poder y, por lo tanto, son nuestros representantes. De su comportamiento ético y digno, depende nuestro bienestar y la recuperación de la república.
Fuente:lavoz.com