Chile, un mes bajo fuego: qué cambió y qué puede cambiar

Sab 16/11/19.- Una estudiante saltó el primer molinete del metro y eso alcanzó para sacar a un país del letargo. Después vino el fuego, en estaciones y supermercados. El presidente estaba en una pizzería y la ciudad se sumergía en el caos. Reuniones, llamados, videos, noticias. Todo confluyó en un punto de prensa. Estado de Emergencia, militares a la calle, Chile ​desbordado. Cacerolas, toques de queda, análisis y analistas, prensa y carabineros. Lacrimógenas, pañuelos y tanquetas.

Marchas masivas, violencia aislada, o quizás no tanto, represión y agenda social. Políticos desfilando por matinales, redes sociales, mensajes de odio, de dignidad, de justicia. La marcha más grande de Chile, cambio de gabinete, derechos humanos y rallados de calle. Demandas políticas, demandas sociales, demandas de todos, o casi todos. Chalecos amarillos, privilegios protegidos, civiles contra civiles, gobierno desaprobado. Marchas y marchas, perros y guanacos y zorrillos y banderas. Violaciones a los derechos humanos y ojos que no volverán a ver. Ceguera política y visiones cerradas. Perdigones, corridas, piedras voladoras y agenda de seguridad pública.

Orden y desorden, caos y ambiente revolucionario. ¿Nueva Constitución? Pedida y anunciada. Discusión de la forma, huelgas y paro nacional. Camiones, colapso, pintura y esperanza. Pueblo unido en su lucha por la dignidad y la justicia anhelada. Chile se cansó de imaginar un futuro mejor y decidió salir a buscarlo a las calles. Dejó de soñar y despertó.

“Chile despertó”: Susana Hidalgo, la famosa actriz que tomó la imagen más icónica de las protestas.  La imagen de un manifestante ondeando la bandera mapuche en la cima de una estatua militar, en Santiago, se convirtió en un símbolo de las protestas en Chile. / Susana Hidalgo “Chile despertó”: Susana Hidalgo, la famosa actriz que tomó la imagen más icónica de las protestas. La imagen de un manifestante ondeando la bandera mapuche en la cima de una estatua militar, en Santiago, se convirtió en un símbolo de las protestas en Chile. / Susana Hidalgo

Chile bajo fuego

20.15 horas, viernes 18 de octubre. Sebastián Piñera​ se sienta en la pizzería Romaría ubicada en la comuna de Vitacura, el sector de mayor valor por metro cuadrado de Sudamérica. Había monitoreado durante toda la jornada las innumerables evasiones al subte que protagonizaban escolares en decenas de estaciones dispersas a lo largo y ancho de la ciudad. La falta de seguridad, que se había traducido en que el día anterior la estación San Joaquín fuese escenario de la primera imagen de destrucción de la crisis, con molinetes rotos, hacía al tren metropolitano terminar antes su funcionamiento. Millones debían caminar a sus casas. La Alameda, principal arteria de la ciudad, se transformaba en un extenso paseo peatonal. Piñera hizo un alto al monitoreo y se fue a celebrar el cumpleaños de su nieto.

No se ha logrado calcular con exactitud cuantos minutos fueron. Lo que está claro es que, de la suspensión de las operaciones del subterráneo a la quema de una docena de sus estaciones, parece que hubiesen pasado escasos minutos. O al menos así lo percibió la ciudadanía. El principal medio de transporte de Santiago, orgullo nacional y principal ente de democratización en una ciudad altamente segregada, era mutilado. Hasta hoy se desconoce quién estuvo tras la coordinación de los actos, pero ya hay algunos autores materiales acusados en la justicia.

Manifestantes se enfrentan a las fuerzas de seguridad durante una protesta exigiendo una mayor reforma social al presidente chileno Sebastián Piñera. / AFP Claudio Reyes

El presidente debió pararse abruptamente de la mesa. Una llamada del ministro del Interior, Andrés Chadwick, lo notificaba de la situación de la ciudad. A la escena se le sumaban centenas de barricadas en todo Santiago y la impactante imagen del edificio de Enel ardiendo en su parte exterior. A esa hora, su presencia en la pizzería se había vuelto viral y poco se entendía qué estaba pensando cuando tomó la decisión de asistir a la celebración. “Él también es ser humano”, intentó explicar la entonces vocera de Gobierno, Cecilia Pérez.

Desde la azotea de un edificio ubicado en Providencia, la imagen era dantesca. El intenso rojo de fogatas, incendios y enfrentamientos se reflejaba en el cielo de la capital. Santiago de Chile, mundialmente conocida por su contaminación, cambiaba el smog por una anaranjada contaminación lumínica. La ciudad estaba bajo fuego, totalmente desbordada.

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En el camino de regreso a La Moneda, el mandatario ya había decidido decretar el estado de excepción. Los informes que le llegaban eran desoladores. Instruyó la redacción de decreto, pero sólo lo pudo comunicar a las 00.25 del sábado, una vez que se había realizado la toma de razón. “Haciendo uso de las facultades que me otorga la Constitución y la ley, he decretado estado de emergencia en las provincias de Santiago y Chacabuco, y en las comunas de Puente Alto y San Bernardo, en la Región Metropolitana”, declaró al país. Ya era tarde.

Supermercados saqueados y quemados se multiplicaron durante la noche. El Ejército debió movilizar contingentes de otras ciudades, lo que solo se concretó durante el día siguiente. No hubo cómo reestablecer el orden. La decisión de decretar el Toque de Queda fue anunciada por el General de Zona a cargo de la Emergencia. Esa noche, a las 22 horas, todos debían estar en casa. El ejército tardó 3 horas en lograr hacer la medida efectiva. A la 1 AM del domingo 20, el panorama en Santiago era desolador.

Los bomberos chilenos apagan un autobús en llamas durante los enfrentamientos entre los manifestantes y la policía antidisturbios en Santiago. / AFP Martín Bernetti

Primero fue Concepción, luego Valparaíso y así, consecutivamente, se sumaron las grandes ciudades del país. Como si fueran hermanos gemelos, el libreto se repitió en cada una de ellas. El país completo vivía una conmoción sin precedentes. A las 6 de la tarde de ese domingo, un mensaje de texto alertó a la prensa. Primero la incredulidad, luego la ratificación, era ella. La Primera Dama del país, Cecilia Morel, expresaba en una frase la más profunda de las razones del estallido social del país: “Vamos a tener que disminuir nuestros privilegios y compartir con los demás».

Su marido concretaría, horas después, otra frase que será escrita en los libros de historia y pasara a la prosperidad: “Estamos en guerra contra un enemigo poderoso, implacable, que no respeta a nada ni a nadie, que está dispuesto a usar la violencia y la delincuencia sin ningún límite”. Una sentencia que crispó el país e hizo rugir, con más fuerza, a los cientos de miles que protestaban pacíficamente en las calles de toda la nación.

No son 30 pesos, son 30 años

No importó la barricada ni el supermercado que se quemaba. Porque no eran ellos, eran otros. Porque no son los mismos, son distintos. Manifestantes pacíficos son la tónica, violentos la excepción. Eran miles, cientos de miles, millones. No marchaban, se juntaban en cada esquina. Su poder: una cacerola y una cuchara de madera. Su consigna: Chile despertó.

Vista aérea de una estación de metro quemada tras las protestas en Santiago el 19 de octubre de 2019. / AFP Martín Bernetti

“Seguir, avanzar, hasta que la dignidad se vuelva costumbre”. Era un letrero de cartón reciclado y letras de crayón. Juan Elgueta tiene 23 años y escribió la consigna en lo primero que encontró. Está cursando cuarto año de psicología. Desde hace dos años lo hace con gratuidad, pues pertenece al 60% de menores ingresos de la población. Pero en los primeros dos años se endeudó. Lo hizo con el Crédito con Aval del Estado, un mecanismo de financiamiento para las carísimas carreras universitarias en Chile que funciona así: Un banco presta el dinero, cuando egresa el estudiante paga hasta el 10% de su sueldo para saldar la deuda. Se aplican intereses.

Juan dice que no tendría problemas en pagarlo si las promesas de prosperidad que le señalaron fueran reales. Creció escuchando que sería el primer profesional de su familia y que accedería a buenos sueldos, que sería el motor de movilidad de su familia. Le ofrecieron dejarlo en la puerta del Paraíso, pero no lo dejan entrar. Sabe que saldrá al mercado laboral pero optará a cargos de segundo orden: no estudió en un colegio privado ni su familia está bien conectada. “Seguramente mi jefe habrá tenido peores notas que yo, pero tendrá algún parentesco o amistad con el dueño”, agrega.

El problema más profundo de Chile es su desigualdad estructural. Es mucho más compleja que una mera desigualdad de ingreso, que según el coeficiente de Gini llega a 0.48, ubicándolo en la medianía de la tabla de los países más desiguales del continente. “No toda desigualdad es injusta, no toda desigualdad es mala, que nosotros seamos distintos en esta mesa es una desigualdad que nos enriquece como seres humanos (…) La desigualdad que más irrita es la desigualdad de trato, el mirar pa’ abajo, el dar órdenes, el no ver al otro como un igual”, diría semanas después el nuevo ministro de Hacienda, Ignacio Briones. Los abusos.

Si bien la pobreza se redujo 30 puntos en poco más de dos décadas, la dirigencia chilena parece haberse conformado con ese objetivo. “Ahora todos somos de clase media, y a medias porque somos bastante vulnerables, pero automáticamente se olvidaron de nosotros”, explica Andrea Quiroz, vendedora de retail de 33 años, mientras espera el colectivo que la lleve a la populosa comuna de Puente Alto, donde solía llegar el subte.

La desconexión entre la clase política y buena parte del país es una grieta profunda. Estos son los números: En evaluación de 1 a 10, ningún poder del Estado obtiene calificación sobre 3, según la Encuesta Termómetro Social del Centro de Microdatos de la Universidad de Chile. Un divorcio absoluto.

Los manifestantes con cacerolas en cada esquina decidieron confluir a un lugar común. Era viernes 25 de octubre en Plaza Italia, ahora bautizada popularmente como “Plaza de la Dignidad”. La marcha más grande de Chile, decía la imagen que circulaba por WhatssApp. Es que si algo tiene el movimiento chileno es su identidad inorgánica. No hay líderes, se autoconvoca y fija hitos para protestas.

No hay banderas de partidos políticos. Son chilenos todos, comunes y corrientes. Insignias mapuches, banderines deportivos y muchas, miles de banderas chilenas. No hay banderas de partidos políticos. Son chilenos todos, comunes y corrientes. Insignias mapuches, banderines deportivos y muchas, miles de banderas chilenas.

Octavo piso. 115 metros de distancia al epicentro de la manifestación. Son las 3 de la tarde, la convocatoria es a las 5. La columna de personas caminando desde la Alameda es inaudita. Sólo comparable con la Marcha del No, hecho trascendental de la campaña contra Pinochet en 1988. El colorido es total. No hay banderas de partidos políticos. Son chilenos todos, comunes y corrientes. Insignias mapuches, banderines deportivos y muchas, miles de banderas chilenas.

Son 100.000, 200.000, van en 300.000 decía la cuenta de Twitter de la Intendencia Metropolitana en un acto de honestidad radical, pues los números oficiales no suelen coincidir con el cálculo aéreo de concurrentes que se puede hacer en las manifestaciones. Pero ese día, la entonces intendenta Karla Rubilar ordenó máxima transparencia al equipo de comunicaciones. Chile presenciaba el clímax del estallido social.

¡Son 1.200.000! Gritó una señora en el balcón contiguo. Las imágenes de helicópteros que sobrevolaban no dejaban lugar a dudas. No había espacio en las calles y el monumento del General Baquedano, héroe de guerra, desaparecía entre un tumulto de manifestantes que la escalaban: Santiago había conquistado su propia Bastilla.

“Si te hubieran atendido a tiempo, hoy marcharías junto a mí. Por ti, papá”, decía un letrero en la plaza subido a redes sociales. La salud, otra deuda pendiente. Otra desigualdad de trato. En Chile existen dos sistemas de salud: uno privado, otro público. El privado para quienes pueden pagarlo, no más del 20% de la población. El público con largas listas de espera de atención y falta de insumos en los hospitales. A ello se suma el alto precio de los medicamentos. Si en Argentina un remedio cuesta 19 dólares, el mismo fármaco del mismo laboratorio en Chile puede llegar a valer 60 dólares.

Tantas demandas sociales como personas concurrían bajo el paraguas de un gran malestar social. “Es el malestar del abandono, de la indiferencia de quienes nos vienen gobernando hace 30 años”, comentaba Mario Mardones, mientras intentaba hacerse paso entre la multitud desde el Barrio Lastarria, colindante con el epicentro de la movilización.

Vista aérea de personas manifestándose con una bandera nacional chilena gigante contra el gobierno del presidente chileno Sebastián Piñera en Santiago. / AFP MArtín Bernetti Vista aérea de personas manifestándose con una bandera nacional chilena gigante contra el gobierno del presidente chileno Sebastián Piñera en Santiago. / AFP MArtín Bernetti

Ese día prácticamente no hubo violencia. No había espacio para enfrentamientos. En las calles del sector no cabía nadie más. Así lo entendieron todos. “No estamos en guerra, no estamos en guerra” entonaba el millón de voces. El Gobierno lo entendió tarde, como todo su actuar en la crisis. Cambió el tono, se celebró la expresión popular. Piñera anunciaría a la mañana siguiente que solicitó la renuncia a todos sus ministros. La crisis parecía imposible de controlar.

“Podrán cortar todas las flores, pero no detendrán la primavera»

Pablo Neruda

Una cadena alrededor de la Clínica Santa María. Brazos que se entrecruzan en momentos de dolor. En su interior, Gustavo Gatica. Tiene 21 años, recibió perdigones de Carabineros en sus dos ojos. Su imagen dio vuelta al mundo. En ella, sentado en la acera, con sus ojos ensangrentados, recibe atención de urgencia.

Es 9 de noviembre de 2019. El día anterior, como cada viernes, cientos de miles se congregaron en Plaza Italia. La calle Vicuña Mackenna fue escenario de violentas escenas que terminaron con un incendio en la sede de la Universidad Pedro de Valdivia y el intento de ingreso al domicilio del Embajador de Argentina en Chile, José Octavio Bordón.

Las llamas envuelven a la Universidad Pedro de Valdivia tras una protesta contra el gobierno. / AFP Rodrigo Arangua Las llamas envuelven a la Universidad Pedro de Valdivia tras una protesta contra el gobierno. / AFP Rodrigo Arangua

Entorno a la clínica sigue sumándose gente. Han pegado mensajes de apoyo en la entrada principal y encendido velas. Si hay una herida que será difícil de cicatrizar en el Chile que vendrá es la de las indelebles violaciones a los derechos humanos que han sido acreditadas por el Instituto Nacional de Derechos Humanos de Chile, la misión especial de la ONU y Human Right Watch.

Son 22 los fallecidos producto del estallido social, pero cinco de ellos lo fueron en manos de agentes de seguridad del Estado. No tuvieron debido proceso. La Fiscalía Nacional investiga cada uno de los episodios para determinar las razones que llevaron a uniformados a quitarle la vida a compatriotas.

Los protocolos de Carabineros están en jaque. Las cifras son impactantes: 283 querellas presentadas entre las que se constata, 5 por homicidio, 6 por homicidio frustrado, 52 por violencia sexual y cerca de 200 por tortura y malos tratos. El estallido social acumula 5.629 personas detenidas, 2009 heridos, de ellos 197 con heridas oculares por perdigones, como Gustavo.

Un manifestante es detenido por la policía antidisturbios durante los enfrentamientos frente al palacio presidencial de La Moneda. / AFP Martín Bernetti Un manifestante es detenido por la policía antidisturbios durante los enfrentamientos frente al palacio presidencial de La Moneda. / AFP Martín Bernetti

La democracia de Chile ha sido sacada al pizarrón. Si hay una clara distinción entre democracia y dictadura es que, si bien ningún régimen de gobierno puede garantizar que agentes del Estado no cometan violaciones a los derechos humanos, en la primera existen frenos y contrapesos para garantizar que ninguno quede impune. El tiempo dirá.

El General Director de Carabineros debió anunciar un cambio en los protocolos antidisturbios: «Vamos a efectuar una retroalimentación para los todos aquellos que están usando la escopeta antidisturbios (…) cada carabinero que está habilitado para usar la escopeta va a salir con una cámara ‘Go Pro’ que se va a comenzar a ejecutar desde este mismo momento».

Los hechos son indesmentibles, así lo reconoce el Gobierno. «Se han producido situaciones que parecen ser violaciones a los derechos humanos», expresó el Ministro de Justicia, Hernán Larraín, tras reunirse con el director del INDH, Sergio Micco, el pasado 23 de octubre. El gobierno aún habla de posibles violaciones, pero ha reiterado que corresponderá al Poder Judicial determinar las responsabilidades y condenar a los responsables según corresponda.

Siete de la tarde. Continúa la vigilia y cadena humana alrededor de la clínica. Familiares dicen que Gustavo está al tanto. Mandaría a decir días después, a través de su hermano, «no permitamos que toda la sangre derramada quede en nada». Mientras tanto, se acerca Carabineros. La multitud no ha hecho nada. Que se acerquen es percibido como una provocación. Unos se indignan, los quieren enfrentar. Dos bombas lacrimógenas explotan en la entrada de la clínica. “¡Es un hospital, adentro hay enfermos, como se les ocurre!”, les grita una señora presente. La modificación al protocolo, al parecer, debe esperar.

“El derecho de vivir en paz”. La famosa canción de Victor Jara, cantautor asesinado en dictadura por agentes del Estado, se ha erigido como el canto popular. Suena en cada esquina, la ponen desde las ventanas de los edificios. De hecho, una nueva versión fue realizada por los artistas chilenos durante la movilización .

Si existe una voz en la calle que le pertenece a todos es la aclamación por una nueva Constitución. La vigente, promulgada en la dictadura de Augusto Pinochet, a pesar de sus inmensas modificaciones, no identifica a la mayoría de los chilenos. “No nos pertenece”, se dice en las manifestaciones.

Fuente: AFP, REUTERS, Agencias.

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