Ese duro arte de estar en contra

Anómica, fragmentada, batida en el Congreso y con deserciones, cooptada por los flancos por el Gobierno. O encaramada en poderes materiales, taimada y oculta, verdadero límite a la acción oficial. Ser de oposición en la era K no resulta fácil ni claro. Tres intelectuales analizan el fenómeno, sus raíces y sus posibles salidas.

NICOLAS CASULLO *.

Tiempo de desorientación

La oposición política, económica e ideológica que hoy busca recuperar fuerza y terreno frente al “buen tiempo” que atravesaría el kirchnerismo en la encrucijada expone de distintas maneras cómo ella se ha instalado complejamente en la escena conflictiva nacional. Escena con sus características nativas clásica y posmoderna. Con sus renovadas formas opositoras de actuación y de interpretación de sí misma. Fenómenos difíciles de leer de una vez. Mucho más de situar con precisión en un significado unificante. Más bien se trata de una pura actualidad histórica de mutaciones y reciclados discursivos de impacto y olvido, donde salvo la temeridad “científica” de las encuestadoras (escudadas en el mito de los 1200 casos) ni los propios referentes y figuras políticas de esa oposición saben en realidad dónde están parados. Más allá de los casos y temas concretos hoy en discusión desde lo opositor, se pueden apuntar circunstancias que hacen a una cultura argentina de masas y de vida.

1. Peligro de los “oposicionismos”. Las elecciones del 2003 corroboraron que la crisis estallada no volvería a encontrar el estilo componedor y de negocios mutuos entre sus dos grandes y compactos partidos (cosa que se grafica en la coima repartida en el Senado). Pero las elecciones tampoco abrieron con claridad un nuevo campo: tres peronismos y tres radicalismos derivados mezclaron memorias, acusaciones y sobre todo forzadas versiones autobiográficas absolutorias de cada uno, sin las polarizaciones tradicionales. Los mundos simbólicos se derramaron como caja de Pandora (“posmenemismo”, “convertibilidad”, “populismo”, “calidad institucional”, “república”, “contrato moral”, “década de los ’70”, “la santa gente”, “burguesía nacional”, “salud republicana”, “piquete”, “el Estado”) que indistinguieron en muchas ocasiones jueces y culpables para el pleno de la sociedad testigo. En este “tiempo de opositores” el juego político de la autenticidad devino rápidamente en “todos ganan, todos pierden”. Cuando el Gobierno, surgido en el 2003 desde este clima, se situó como oficialismo y a la vez como opositor férreo (a una historia y a concretos poderes sobrevivientes de la catástrofe) las oposiciones perdieron papel, brújula, línea vertebral, sentido fácilmente comprensible: fueron oposiciones de segunda dificultosamente enmarcables en un proyecto alternativo (tanto a los ’90 como al tiempo K).

2. Peligro de una antipolítica. La oposición y el oficialismo no pudieron escapar, en estos tres años, a un juego de deslegitimación recurrente, también en gran parte producto del 19/20, donde para defender la política contra sus formas corporativas y corruptas se ataca simplificadora y amarillistamente a la política, llevándola a “noticia judicial o delictiva” para alcanzar eco de audiencia. Esto es, atacando a la política lo que queda confirmado es la crispación antipolítica originaria que dio pie al fin de la Alianza, y en donde siempre seguirían todos incluidos: gobierno y oposición. Por lo cual la escena nacional es un “sinfín fílmico” que empieza donde termina y termina donde empieza. Un perpetuo grado cero de la credibilidad, como magro botín. El gesto generalizado de irreconocimiento y de destitución del “otro político” (tanto desde el Gobierno como desde la oposición) fue la forma patógena en que derivó mucho de aquel diciembre del 2001, cosa que básicamente perjudica a la oposición, porque no tiene, como contrapartida, un “poder hacer” afuera de las palabras.

3. Peligro de virtualización. El cada vez más notorio descentramiento entre una democracia política institucional y una democracia mediática gesta otro tipo de ser oposición. Una cosa pasaron a ser las cifras de los escrutinios cada dos años y los votos de las sesiones legislativas: esto sería la política gris, antigua, reducida al evento representativo de determinadas jornadas ubicadas en una suerte de autismo social. Luego lo mediático hegemónico constituye diariamente otras votaciones de las cosas, donde todo se vuelve equivalente, expuesto y a la vez incomprobable, con énfasis de set o en directo, propalado mediáticamente con ánimo de impacto, melodrama o farandulización “seria”. Esta disparidad entre las dos democracias, cada vez más acentuada y también asumida por el Gobierno con su interpelación áspera a los medios, aflige sin embargo sobre todo a la oposición. Porque la lógica de los medios audiovisuales hace reinar siempre su fondo discursivo determinante: nunca deja de ser un mundo virtual, imaginario, pasajero, aparente, que se traga a sí mismo y por eso políticamente “entretiene”. En esa diferencia entre dimensiones democráticas, el oficialismo extrae beneficio. Por cuanto el Gobierno más claramente “viene de afuera”: desde la política, desde el poder sobre las cosas, hacia lo massmediático, hacia la caja de imágenes, la pantalla y la foto. En tanto la oposición corre el permanente riesgo de no poder salir de la programación, del set, de la virtualidad, del centimetraje: cuanto más quiere situarse ahí para hacerse oír, más se aparta de un “mundo verdadero” donde las cosas lapidariamente serían, por lo cual progresivamente cumplen en realidad una función

de falsa presencia neutralizable. Tiempo de consumo entre tandas. Deducción: la política, el afuera visualizado –lo antiguo– sigue siendo imprescindible.

4. Peligro de ofuscación. La oposición confronta con un tipo de construcción de la política kir- chnerista, que se aparta de lo que está a la orden del día en materia de democracias bien consideradas por el espíritu liberal más equilibrado y los científicos sociales mejor preparados. El oficialismo, en una suerte de vieja usanza, repone permanentemente en la lectura de lo social la anacrónica idea de enemigo: económico, social e ideológico. También la vieja creencia de que en la sociedad hay proyectos y fuerzas que necesitan confrontar permanentemente, que la cuestión es hacer visible los intereses en pugna, desde la idea de triunfo y derrota cierta. Variables que ponen en riesgo toda calidad republicana, consenso global, acuerdo moral, pacto de base del arco político, y sobre todo aquel principio de la socialdemocracia europea nacido en los ’80, de un único modelo de administración de la crisis sea cual fuera el partido que gane las elecciones. Esta “ofuscación de las circunstancias” conspira contra una política opositora. La obliga a navegar entre dos opciones: responder sedadamente a esa manera áspera del Gobierno, y perder entonces protagonismo y perfil casualmente cuando no está de acuerdo con aquél. O responder en la misma tónica ofuscada, tomando por lo general como enemigo al Gobierno, aunque en lo sustancial esté de acuerdo con él. Ambas actitudes la desorientan sobremanera.

* Analista cultural.

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FEDERICO SCHUSTER *.

De las reales y las posibles

En el régimen liberal democrático de gobierno resulta natural y esperable hallar al menos dos espacios políticos, el del oficialismo y el de la oposición. Sin embargo, mucha gente se pregunta si existe auténticamente oposición hoy en la Argentina. A esta inquietud debe responderse de manera clara, inequívoca y contundente: sí y no. Cualquier persona mínimamente entendida en lógica sostendrá que lo que acabamos de afirmar resulta contradictorio; pero habrá de entenderse que ello no es así si completamos la frase: en cierto sentido sí y en cierto sentido no. Veamos la cuestión con más detalle.

Es evidente que no todos los argentinos están de acuerdo con el gobierno del presidente Kirchner (lo contrario resultaría más que llamativo; siempre hay distintas posiciones y opiniones políticas, ya sea por convicciones ideológicas o por intereses de clase). En tal sentido debe decirse que existe lo que malamente podríamos llamar cierta opinión pública opositora, esto es, una parte de los ciudadanos (que pareciera hoy son menos que el resto) que disiente parcial o totalmente con las acciones del Gobierno y lo expresa. Pero la pregunta importante es si esta opinión pública tiene debida representación en la escena política. Una vez más debiéramos decir que sí. Por izquierda, por centroderecha y por centroizquierda existen fuerzas que manifiestan claramente su oposición al Gobierno. Los partidos socialistas revolucionarios y comunistas, por una parte, las fuerzas del PRO y el MPN, entre otras, por otro lado, la UCR, el ARI y algunos socialistas, por un tercero, se presentan en la escena pública como defensores de una oposición definida y pretenden edificar en torno de sí la alternativa al modelo dominante.

Y entonces, ¿dónde cabe la respuesta negativa? Pues en un sentido fuerte de la palabra oposición, el que refiere a la existencia de uno o más partidos o espacios políticos consistentes en su capacidad de construcción y acumulación política, tanto como en su dimensión de expresión social pública y en su potencialidad para desafiar electoralmente al oficialismo, eso hoy no existe. Ninguna de las fuerzas mencionadas ha sido capaz hasta aquí de constituirse, sola o en alianzas, como un polo de referencia contrario a la línea del peronismo, hoy conducido por el Presidente.

Por supuesto que esto no es una pura casualidad. No puede entenderse la política argentina del presente sin remitir a su historia de corta, media y larga duración. Por amor a la brevedad, sólo referiremos al recuerdo de la primera. En diciembre de 2001 estalló la credibilidad en el sistema político tal y como estaba constituido en el país. Si bien no se “fueron todos” (según pedía la consigna que ganó tanta fuerza por entonces), nada quedó igual y el sistema debió reconstituirse. Todos los partidos con alguna responsabilidad de gobierno en los últimos veinte años se vieron cuestionados y debieron de un modo u otro readaptarse. Si bien no hubo condiciones para una transformación completa de la política, el impacto fue fuerte. La única fuerza política (y permítaseme evitar aquí ex profeso la palabra “partido”) que logró renacer con más fuerza fue el peronismo. Con crisis internas, es cierto, con separaciones, es cierto (baste recordar que en las últimas elecciones siempre hubo más de una lista peronista, con o sin el sello del PJ), pero lo hizo. No es casual que el presidente hoy sea Kirchner; difícilmente esto se hubiera dado sin la crisis del 2001. Pero Kirchner ganó, construyó su legitimidad desde la acción de gobierno y logró rearmar el peronismo en un alto porcentaje en torno de su figura. Recuérdese que en las últimas elecciones legislativas, en varios e importantes distritos la principal oposición del peronismo fue el propio peronismo. Allí se jugó una interna clave que fortaleció al Presidente. Mientras tanto, en el resto del espectro y ante la falta deconstrucción alternativa, algunos no peronistas también se acercaron al oficialismo.

Finalmente, ¿qué nos cabe esperar? Creo que no cabe duda de que a medida que se acerquen las elecciones presidenciales del 2007, la oposición –que, como dijimos, existe– tendrá que organizarse en una fuerza consistente. Es de suponer que ello va a suceder. Los tres polos mencionados más arriba (izquierda, centroderecha y centroizquierda) son los que disputarán el espacio. Habrá que ver si logran consolidarse políticamente y trascender las particularidades de distinto tipo que los envuelven. Sería raro no volver a un escenario más típico de la historia argentina, ya sea bipartidario estricto (PJ, UCR) o bipartidario con tercer partido expectante o árbitro (PI, UCD, Frepaso, etc.). Quiénes llenarán ese espacio existente dependerá de las condiciones objetivas de la sociedad argentina, de las estrategias políticas del Gobierno, y –no por cierto en menor medida– de la capacidad de los dirigentes opositores para consolidar fuerzas políticas expresivas.

* Decano de la Facultad de Ciencias Sociales.

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HORACIO GONZALEZ *.

La oposición como concepto

Los grandes moldes clásicos que forjaron naciones modernas llevaron nombres que había que pronunciar simultáneamente, pero como tableros abiertos en forma contrapuesta, muchas veces unidos por una única bisagra. Jacobinos y girondinos, whigs y tories, bismarckianos y socialdemócratas, fueron contrapuntos que escribieron las historias nacionales más relevantes. En nuestros países, las tradiciones ilustradas, a veces llamadas republicanas o liberales, y las tradiciones nacionalistas, a veces llamadas nacional populares o frentes democráticos populares –cuando no, a secas, populistas–, sugieren que siempre se procuró un punto de modulación total en la creación de una gran dicotomía fundadora. De muchas de ellas, sus leyendas aún perduran, o suelen exacerbarse, como en el caso venezolano. Muchas veces, un gran resumen binario del campo político es lo que sueñan los estilos carismáticos para condensar todas las contradicciones en acción. Después de una revolución, postulaba Jauretche, nada mejor que las fuerzas contrapuestas emanen de la misma fuente, como los mencionados jacobinos y girondinos.

Pero raramente es posible pensar en ese reparto perfecto bajo el lejano sello unificador de la “fundación nacional”. Lo que se está discutiendo ahora en la Argentina no son las alas antagónicas de una misma memoria nacional sino la mismísima condición fundadora de lo que adelante serían otros lenguajes transformadores. Por eso las enormes dificultades para que cuajen alianzas repentinas que funcionen como bloques dicotómicos construidos en espejo, simétricamente invertidos. A pesar de que en estos tiempos la oposición visible realiza arabescos en los que hila y deshila con la reafirmación de diferentes estilos de republicanismo liberal y social, los movimientos absorbentes del Gobierno parecerían surgir del deseo de tener dos alas en su interior, tema con aquellos lejanos sabores jauretcheanos. Una con más voces de raigambre peronista clásica, y otra con un imán sin diccionarios previos, prometiendo nuevos anudamientos del legado social e incluso liberal, a la luz de problemas universales que no siempre se definen con precisión. Cuando se configura una rigidez gobierno-oposición y sus protagonistas ven peligros lado a lado, no hay más hechos neutros, insignificantes o inútiles sino que todo surge ya interpretado. Pero no es ésta la situación actual. Surgen así los temas de la república y los de la nación, con sus mutuas exclusiones y sus propias exaltaciones, que no se ve que estén recorriendo caminos drásticos sin retorno, ni que puedan trabajar con la campechana previsión de escindir el cuerpo de ideas heredadas con los venerables conceptos de centroizquierda y centroderecha, siempre intercambiables.

Si el Gobierno, como se dice, pudo haber captado impulsos nuevos con una tentación fundadora, la oposición surgirá de una interpretación divergente en ese mismo cuerpo de lenguajes nuevos. Si esto no fuera así, la oposición deberá mostrar que la conspicua complejidad de vetas sobre la que transita el Gobierno, se sostiene en un muy mentado “hegemonismo”. Pero para ello debería simplificarlo todo, y su propio lenguaje exhibiría la rapidez y debilidad de antiguos clichés ya troquelados.

* Sociólogo y director de la Biblioteca Nacional.

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